La Máscara de la Indiferencia
Desde pequeño me decidía a expresar a todos lo que realmente sentía sin necesidad de palabras; sólo abrazos y miradas, de vez en cuando aceptadas y otras tantas rechazadas. Poco a poco se me decía en el transcurso de mi día: "Eso no está bien", "Eso no se hace", "Piénsalo dos veces". Me dieron a entender que a las personas no les gusta expresar sentimientos positivos porque se creen débiles o negativos porque se creen groseras. Entonces la vi. Haciéndoles creer a todos lo que ella mejor hacía. Unos ojos centrados en el trabajo y en el "ganarse la vida", secos, vacíos, sin alma. Una boca cuyas comisuras tienden hacia abajo en algunas personas y en otras formaba, su boca, un completo arco. Las mejillas más rígidas y duras. Los pómulos sin tono de movimiento, sin sangre en ellos.
Descubrí que cada vez que las personas tocaban su corazón o dejaban que se asomase, ella se separaba de ellos, se extendía y volvía a cubrirles el rostro, sobre todo cuando había personas cercanas. No me imaginaba algún día yo tener algo así, aunque de todas formas aún no lo creía totalmente cierto, era algo que nadie notaba, me parecía extraño.
Con el tiempo crecí y la fui conociendo. Me platicaba que antes le pedían el favor de controlar las emociones en las personas, pero a la larga se fue haciendo parte de cada una de ellas. Le gustaba, disfrutaba extenderse en la expresión y borrarla por completo. Cuando veía a alguien, casi siempre se veía a ella misma. Me decía que cada vez eran más personas con las que estaba.
Un día, le pedí que lo hiciera conmigo y ella, sin titubear, accedió. Inmediatamente sentía como algo me ahogaba y me forzaba a mover los músculos de la cara de forma que se adaptara a su molde. Al final, me miré al espejo y no era yo. Era yo con ella. Me quedé todo un día así y, sin embargo, nadie lo notaba, al contrario, las personas agradecían que por fin yo había encontrado seriedad en mi vida. Yo sólo la veía a ella, en todas las personas, en todos los rostros.
Comenzando la noche le pedí que me dejara libre, era momento de volver a ser yo, pero ella no accedió. Imposible, susurro ella, una vez que toco tu rostro, permanezco para siempre. Sus palabras sonaron y retumbaron, el tono fue perturbador y burlesco; sentí como mi propia boca sonreía sarcásticamente, me paralicé, me tiré al suelo y comencé a arañarme la cara. Me dolía, no sabía qué hacer, le suplicaba que me dejara pero cada vez escuchaba menos lo que decía, ya no comprendía. No sé cuánto tiempo estuve rodando por el suelo tentándome el rostro, entonces entré al baño y miré mi reflejo, me aterroricé al observar que ella ya no estaba, ahora era yo. Indiferente.
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