Diván.



“Querida Lucille,

Me temo que no soy un hombre de muchas palabras y has sido tú quién ha de sufrir las consecuencias de eso. Lamento no agregar un cordial saludo o un buen inicio a esta carta; sabes lo mucho que odio escribir, sin embargo, mereces saber esto.
He de admitir que no esperaba tu llegada hace apenas unos meses, casi dos dígitos, querida. ¿Quién lo diría? Parecías tan alegre e inocente en aquella banca de madera al centro de la ciudad que fue inevitable notar tu presencia.
Has despertado en mí desde el primer momento una incertidumbre desconocida y me temo que eso, para alguien como yo, no es más que una amenaza. ¿Por qué habría yo de caer ante los pies de alguien como tú? ¿Por qué habría yo de caer ante cualquier persona? ¡Yo no caigo!
Pero como una niña pequeña y malvada llegaste a burlarte de mí sin hacerlo siquiera notorio, con esas caderas bamboleándose sin control y esa pícara sonrisa cada vez que tu pulgar recorre cada parte de mi torso haciéndome estremecer. Admito también que no me considero un Don Juan, fuiste tú quien despertó en mí el real interés en una fémina de verdad.
No he de ser yo un experto en amor y pasión, pero señorita ¡es usted toda una tierra por descubrir! De los pies a la cabeza me has vuelto loco y no encuentro la manera correcta para expresarlo sin salir de lo moralmente permitido.
Recuerdo aquella vez, aquella primera vez en que me permitiste observarte, en ese diván de madera de roble y la seda más suave que he de tocar jamás; espero, querida, desde mi más profundo sentir, que no te encuentres en ese sagrado lugar mientras lees lo que tengo por decir.
Deslizar la fina tela por tu suave piel, ¡Qué cosa no daría yo por repetir aquel instante y observar tus ruborizadas mejillas de nuevo! Me habías encantado sin darte cuenta y esa mirada lo volvía a hacer… Te burlabas de mi debilidad ante cada centímetro de ti, ante cada aspecto de tu maravillosa persona. No hablemos, entonces, de ese pensamiento tan infantil que tienes a diario, que se convierte en una madurez inigualable y despierta en mi cosas que, me temo, no puedo expresar por este medio sin tener por resultado una taquicardia.
¡Si tan sólo imaginaras lo que en mí provocas con el simple hecho de pensarte!
Sabrías entonces que tan enorme dicha es algo fuera de mi alcance, ¡simplemente imposible! Y de ser real, no haría más que terminar en tragedia. Es por eso que he decido escribirte esta noche de luna llena, justo como siempre deseaste que hiciera.
Querida Lucille, te adoro como jamás creí posible en esta vida. Lo hago de tal manera que podría ofrecer mi vida por mantener a salvo a tan valiosa mujer y es justo por eso que he decido dejarte en libertad.
¡Vuela! ¡Sé libre y encuentra la felicidad que yo tan egoístamente he intentado robarte! Tal vez nos encontremos adelante, cuando la luna encuentre en mis ojos el mejor espejo para tu belleza.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                          Andrew “

Comentarios

Entradas populares